Hace unos días se celebró el concurso Benidorm Fest, el 29 de enero del 2022 para ser exactos. Ha sido su primer certamen, organizado por RTVE en colaboración con la Generalitat Valenciana para elegir, en este caso a una ganadora, que represente a España en el Festival de Eurovisión. El sistema de elección ha sido por votación, dividida ésta en tres secciones: televoto popular, jurado demoscópico de 350 personas y un jurado profesional.
He de confesar que el Festival de Eurovisión no me ha gustado nunca, ni siquiera cuando de pequeño lo veía en casa de mis padres con las luces apagadas y en silencio riguroso, que es como se veía el televisor en mi casa, mientras mi padre dormitaba y renegaba por todos los participantes y mi madre lo veía y escuchaba con atención dando sus veredictos en voz baja, como tantas madres de esa época.
Parece ser que esta primera edición ha provocado varias polémicas que están armando un buen revuelo en los medios y, cómo no, en internet. Que si las magníficas Tanxugueiras son las mejores y el voto popular ha sido para ellas, que si Rigoberta es más guay que Chanel, que si Chanel es bailarina y tiene una amiga que trabaja para no sé qué productora, que a su vez trabaja para RTVE u otra productora afín, que si la letra de Chanel, por llamarla de alguna forma, es machista, mala y soez, que si a Rigoberta no le dejaron enseñar una teta… y sigue.
Yo vi a trozos este concurso llamado Festival mientras intentaba leer, hacía chistes malos o me embolillaba en el sofá-manta sin complejos de ningún tipo. Tengo que decir que me encontraba en una casa rural sin plataformas televisivas ni series tentadoras. Pero había algo en todo el evento que me desconcertaba, no sabía a ciencia cierta el qué, pero había un vacio escénico, sonoro, como una falta de sinergia en el escenario que me provocaba una sensación más desagradable que aquellos en blanco y negro y decorados de cartón piedra.
Algo faltaba, algo importante, casi vital, la gracia de todo acontecimiento musical, el aire a las melodías, el agua a las voces, el fuego al ritmo, la magia del directo. Y es que, ¡oh my god!, no había músicos. No estaba aquella orquesta del Augusto Algueró de turno interpretando aquellos arreglos de algún Juan Carlos Calderón, no estaban aquella veintena larga de músicos que sabían diferenciar entre zamba y samba, swing y straight o vals y polka. No llevarían tampoco la paga a su casa para alimentar a sus hijos y poder arreglar la trompeta o el aparador. No había músicos en un acto musical pagado, al menos en parte, por la administración pública, adalid de la cultura. Y es ahí donde me di cuenta que lo que estaba presenciando era realmente un concurso de karaoke. Y me dio igual si los artistas eran buenos o malos, si más cool o más horteras, o si las letras eran de Lorca o de Pitbull. Solo pensé en esos instrumentistas profesionales, discretos, artistas de incógnito, que justo esa noche no estarían en su sitio haciendo que eso fuera algo más que un karaoke coreografiado.