Recientemente he tenido la suerte de encontrarme con un profesor raro, diferente, con un estilo poco común y nada comercial. Su teoría se basa en que el mejor aprendizaje se produce sin ella, es decir cediendo la batuta y la voz cantante a la acción, a ese lado más valiente que nos lleva a meternos en todos los charcos.
Y es que las emociones son potentes mecanismos para el aprendizaje pues constituyen un sistema bruto y rápido creado por la inteligencia para sobrevivir que nos empuja a actuar.
La costumbre, la monotonía, el aburrimiento generan patrones y conductas seguras que nos alejan del cambio y anulan la progresión.
Las emociones sin embargo aumentan nuestro nivel de consciencia, potencian el aprendizaje y lo sedimentan en lugares ajenos al olvido.
La emoción y la cognición van unidas, se interrelacionan hasta en sus procesos neurológicos. Cuando nos encontramos en entornos estimulantes la información recibida es procesada por el sistema límbico o cerebro emocional antes que por la corteza cerebral o cerebro cognitivo. Nuestras funciones intelectuales (ideas, pensamientos, memoria) están impregnadas por las emociones (recuerdos, miedos, deseos, intereses) de ahí lo intrínseco de la emoción en todo el proceso racional especialmente en los procesos de aprendizaje.
Las emociones impactan y generan atención derivando en interés o motivación, esto explica que las enseñanzas más profundas proceden de maestros que admiramos, de personas con las que empatizamos. Sin embargo nuestro aprendizaje se reduce al mínimo cuando no existen estímulos emocionales porque no existe interés y no asumimos un papel activo en el proceso de aprendizaje.
Aprendemos más y mejor aquello que nos interesa que nos trae recuerdos personales que nos identifica o nos rebela.
Aprendemos más y mejor allí cuando se levantan emociones, positivas o negativas, es decir en territorios y escenarios sufridos, disfrutados y compartidos.
Las emociones son la esencia, el núcleo sobre el que se construyen las relaciones y se toman las decisiones.
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